Enrico Caruso fue el cantante de ópera más célebre de su tiempo. En cierta ocasión, el chorro de su potente y diáfana voz hizo vibrar los cristales de la gran lámpara de la sala de conciertos. Era napolitano.
Nadie cantó tan bien como “el gran Caruso” (1873-1921) mientras Caruso no dejó de cantar. Y cantó tanto y con tal brío que se desplomó en plena escena, envuelto en un vómito de sangre. Fue su canto del cisne, porque no se repuso del todo del accidente. En cierta ocasión, a la salida de un teatro de New York, actuó en plena calle para los que no habían podido asistir a la representación por haberse agotado las entradas. Sin embargo, voz tan notoria no fue descubierta hasta muy tarde, cuando el cantante napolitano era un mozo de carro que trajinaba sacos de harina y frecuentaba las tabernas. Cantando en una, le oyó por casualidad Alfredo Brazzi, barítono de la Ópera de San Carlos, quien quedó tan impresionado que propuso al futuro gran tenor cursar los estudios necesarios en el conservatorio para llegar a cantante de ópera. Aquel encuentro fue el comienzo de su brillante carrera.
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