Fleming, cuyo nombre se hizo famoso en pocos años, descubrió la penicilina, sin duda el medicamento más maravilloso que se haya almacenado en las estanterías de las farmacias. Las vidas salvadas por este médico han sido incalculables.
La popularidad de un personaje se extiende enseguida debido a los abundantes y rápidos medios de comunicación, Alexander Fleming (1881-1955), médico y bacteriólogo británico, alcanzó en poco tiempo fama mundial por un descubrimiento que detuvo en seco los progresos de la tuberculosis y de otras temidas enfermedades. Desde que la penicilina comenzó a recetarse a finales de la Segunda Guerra Mundial, el nombre de Fleming sonó como el de uno de los más grandes bienhechores de la humanidad. A partir de 1912, en que descubrió por casualidad el “milagroso hongo”, el sabio bacteriólogo trabajaba con la esperanza de poder perfeccionar su descubrimiento, no carente de inconvenientes en un principio; pero no disponía de medios para proseguir sus investigaciones hasta que los químicos Florey y Chain se interesaron por sus trabajos. En 1940, la penicilina era un hecho probado; sólo faltaba poder producirla en cantidad industrial.
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